Por Rubén Fiorentino
El superclásico del fútbol argentino, Boca-River o acaso River-Boca
según orden de localía, siempre da tela para cortar y el último, disputado el
pasado domingo no se escapa de la
regla. El fútbol, auténtica pasión de nuestro pueblo como no
podía ser de otra manera, también tejió a lo largo del tiempo su vínculo con el
tango. Ya lo esbozaba en un trabajo anterior, “Tangos en azul y oro” y lo
reafirmo promediando la segunda década del siglo XXI.
Si bien por su melodía
pegadiza las hinchadas se inspiran para sus cánticos en obras de otros ritmos, o
acaso en las marchas de radicales y peronistas, el género porteño nunca fue
excluido de la consideración de las barras bullangueras que cada domingo
alientan al equipo de sus colores. Claro, estas historias de vida sintetizadas
en escasos tres minutos seguramente no resultan tan apropiadas para improvisar
letras que sirvan para el aliento o en su defecto para ofuscar al rival de
turno, no obstante mi condición de “bostero” veterano me da “chapa” para
recordar que el Salud, dinero y amor de Rodolfo Sciammarella servía para
alentar a aquella formación dirigida por el otrora guardameta, Rogelio
Domínguez. Sobre la melodía original de la página, los muchachos del tablón
asegurábamos que “tres cosas hay en la Boca, Potente, Ferrero y Cambón, el que
tenga esas tres cosas que grite ¡Boca campeón!”. O acaso ese romance entre
equipo e hinchada plasmado a través de los años se sintetizaba en aquella
recordada final con Rosario Central de 1970, en la cancha de “los primos”, en
un alargue inolvidable definido a nuestro favor con gol de Jorge Koch, con la
gente circundando el campo de juego entonando con la música del vals
emblemático de Rosita Melo, Desde el alma , aquel: “ y dale, dale, dale Boca, y
dale dale dale, Bo”… que aún, a pesar de los años, nos sigue acompañando. Tampoco
debemos olvidarnos que la marcha oficial del club es obra de aquel magnífico
letrista del tango que fue Jesús Fernández Blanco en colaboración con Ítalo
Goyeche...
El pasado domingo 3 de Mayo desde el sitio elegido por el jugador N°
12 para brindarle el aliento al “equipo que tiene camiseta azul, con una franja
de oro y estrellas de norte a sur”, como aseguraba Julio Elías Musimesci a ritmo de chamamé se hizo presente, acaso sorpresivamente, el espíritu del poeta de Añatuya, pese a la sangre quemera que corría por sus venas. Allí, desde la segunda bandeja Norte que habitualmente dominan violentos y mercenarios disfrazados de hinchas, esa que
recuerda a Natalio Pescia, “el leoncito de oro”, según nos contaba Jorge Moreira
en el tango que compone con Roberto Caló y Enrique Campos, a minutos de
comenzar el encuentro que enfrentaba a las dos divisas comenzó a desplegarse
una enorme bandera azul que cubría la parte central de las graderías. El estandarte en cuestión portaba visibles letras de color amarillo con
una inconfundible frase poética del “poeta de Añatuya”: “No habrá ninguna
igual, no habrá ninguna”…Para el inculto en cuestiones del balompié, quizá lo
que escribía para una dama “el más grande de los poetas rioplatenses”, el que
prefirió escribir “letras para los hombres” en lugar de ser “un hombre de
letras”, según el decir de Jauretche, no tenía ninguna relación pero a los que
abrazamos como una pasión popular el juego que según dicen inventaran los
ingleses, Boca es algo así como la madre, la esposa amada o la mujer de los
sueños y resulta por demás lógico que expresemos ese orgullo de pertenecer a la
más grande, a la más fiel, a la mejor…
Después claro, vendría el gaste para los “millos”, los festejos y
aquella cámara indiscreta que según Esteban me convirtió para los tiempos en
“el puteador de Beccar” cuestionando “en defensa propia” un fallo del árbitro,
pero eso es solo una anécdota. Lo que queda para mi regocijo es que lo que
escribió mi ídolo poético perdura en el tiempo y sirve para que las clases
populares hagan suyas tamañas expresiones. Si hasta me pareció que Homero
cubriendo su barba con una bufanda azul y amarilla me hacía un guiño cantando
el presente.
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