martes, 14 de diciembre de 2010

Ayer pasé por tu casa... hoy lo leo en la mía

El pasado sábado, en el marco de los festejos por el "Día Nacional del Tango", culminamos con gran brillo una nueva edición de nuestro Certamen Literario de carácter Internacional que en este 2010, año en que quisimos honrar al "Piropo" nos deparó obras en gran cantidad y calidad.
Sin dudas, el esfuerzo de Héctor Negro, Juan José Galo y Carlos Adrián Ramos por establecer quienes esgrimieron los mejores versos y de Jorge Bottino, Franco Vaccarino y Rodolfo Omar Zatti por dirimir quienes crearon las mejores historias fue notable y arduo.
Como ya adelantáramos en la crónica del domingo, Delia Esther Fernández Cabo de Hernández, residente en Santa Lucía, Canelones (Uruguay) obtuvo el primer premio en el X Certamen Poético con su obra "Piropos Galantes" y Florentino Diez, de la bonaerense ciudad de Ingeniero White, fue el máximo galardonado en la sexta edición del concurso de cuentos.  Ambas obras las obsequiaremos, como adelanto para el arbolito, al final de éstas líneas.
Por su parte, la propia Fernández Cabo junto a José Antonia Fernández Milan y Olga Méndez Claverie consagraron a la Academia Uruguaya de Tango por segundo año consecutivo en la versión Cuento del Premio Entidades, mientras que el fabuloso desempeño de María del Rosario Lorenzo y Graciela Gómez Arcau coronaron al grupo "Los Poetas del Encuentro", en la versión Poesía.
En tanto, Margarita Acevedo, oriunda de Los Polvorines (Malvinas Argentinas) se llevó el premio "Roberto Peregrino Salcedo".
Junto con el agradecimiento a todos los concursantes y a los periodistas y amigos que nos ayudaron a difundir esta iniciativa cultural que cada vez nos brinda más alegrías, queremos enviar las felicitaciones del caso a todos los premiados y a todos, los mejores deseos para un nuevo año, que nos encontrará nuevamente bregando por la cultura.  En materia literaria, fomentando la creación de nuevas obras que rindan tributo, esta vez, al "Organito".



El Señor Piropo

Pareció aletargarse en la indiferencia de realidades menos líricas. Ante los avances tecnológicos y la renuente capacidad de querer y desquererse, de amarse en un momento para odiarse en la hora posterior, prefirió acallarse, volverse hacia sí mismo, pero no pudieron eliminar su profunda convicción, aunque si su cotidiana vigencia.

Hubo un momento en tiempos no demasiados remotos, que del piropo, esa adulación especialmente masculina, fuimos testigos de lo que podríamos llamar su materialización o continente corpóreo…

Era de edad indefinida. Su cabellera revuelta, ensortijada y desprolija, cubría, desde el borde del sombrero negro, la preocupación de su frente. Vestía siempre igual, pantalones marrones con rayitas blancas, un saco del mismo tono, con dibujos príncipe de Gales, una corbata voladora que le daba entidad de poeta, a veces cubierta por una bufanda, negligentemente atada al cuello, pretendiendo ser abrigo cuando la temperatura bajaba. En la solapa, inalterablemente una flor, que variaba según la época, siendo un nardo o un jazmín en noviembre, un clavel, un pimpollo de rosa o una azucena en primavera.

Y como si estuviera de imaginaria, siempre en la misma esquina, rumiaba las flores que en forma de piropos dedicaba, cada día, a las chicas que transitaban el paseo de la tarde, tal vez en el mandado inventado hacia el mercado, buscando el zapatito para el baile del fin de semana, finalizando la clase de música o de corte y confección o simplemente, para tomar un helado, de los que artesanalmente hacía el Petiso Fontán, en el bar Curacó.

Tenía para cada una de las muchachas vespertinas, la palabra galana, en una insospechada relación con el piropo del día anterior, como elaborando un madrigal por entregas diarias; quitándose el sombrero, reverencialmente, y recibiendo complacidas sonrisas agradecidas.

Las chicas, por supuesto, esperaban el halago de esa ofrenda diaria, que era siempre nueva, cada vez más inspirada, permanentemente amable.

Los muchachos, en tanto, lo admirábamos con una sana envidia, por esa inspiración inacabable, por sus ademanes y gestos, que se acentuaban en la calidez de la caricia hecha piropo.

El paseo dominical desde la entrada a la estación, por el amplio veredón contiguo al ferrocarril que desembocaba en la pavimentada que nos acercaba directamente al muelle en el borde el mar, reunía toda la juventud en ese recorrido social entre las mejores pilchas, los esperados saludos y las sonrisas y miradas llenas de promesas que flotaban en el atardecer, algunas con acercamientos amorosos duraderos y otras diluidas en el tiempo.

Los piropos y su cultor cambiaban su lugar y estratégicamente ubicado, volcaba los pétalos de su admiración por las niñas engalanadas con la ansiedad de su adolescencia.

Entonces cuidaba más que nunca de estar, porque se sabía esperado. Tal vez para alimentarse con las sonrisas que le devolvían las destinatarias de sus requiebros galantes e inspirados.

Cuidaba, intuía o sabía, que a determinadas muchachas, estaba vedado dedicarle sus cumplidos, porque esperaban a sus novios y jamás pretendió ser un factor de discordia por una galanura suya a alguna niña ligada a un compromiso amoroso.

Alguna vez, entendiendo la exclusión de esas damas, aparecía en el paseo, con un gran ramo de flores que iba obsequiando a todas las damas paseantes, agregando el piropo correspondiente, cuando sabía que su gentileza no molestaba ni comprometía a la destinataria.

Respetaba los momentos de recogimiento en las misas, a las que concurría, para rezar profundamente conmovido en los últimos sitios del templo.

En las procesiones de San Silverio, Patrono de los pescadores locales, repetía esa actitud de profunda fe religiosa.

Las circunstancias que el transcurrir del tiempo, dejó en este pueblo, como en otros, hizo que la realidad social borrara los atardeceres en las esquinas, los helados del petiso Fontán junto a un montón de cosas que variaron su fisonomía, transformando a sus habitantes en ilustres desconocidos.

Los memoriosos dicen que volvieron a ver al vate piropeador, con su trajinado sombrero en una mano, su deshilachado mechón encanecido, sin su corbata voladora, sobre una camisa que fue blanca, donde sólo florecía el clavel rojo como sangre en la solapa desgarrada. Los avatares del frío, en sus cuerdas vocales, trocaron ininteligibles y sus piropos parecieron desaparecer en una profunda ronquera.

Imperturbable en su prosapia poética, ofrecía pequeñas tarjetitas escritas a mano, ausente las flores pero con el piropo de turno, alimentado por las sonrisas y por las escasas monedas, que caían en su desvaído sombrero amarronado de tiempo y desesperanza.

Un invierno cuando inadvertidamente desapareció, se fueron con él las mariposas tan amigas de las flores y nadie supo desde qué nube, lloró la llovizna de la siguiente primavera que marchitó capullos en la inútil espera al Señor de los piropos…

Florentino Diez – Ingeniero White, Buenos Aires

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Rubén:
Ayer domingo 27 de marzo me llamaron desde radio Continental, los conductores de un programa que va desde las seis de la matina hasta las nueve, para referirse al premio del concurso sobre El Piropo, ya que ubicaron el comentario que Eduardo Aldiser hiciera en su sitio Zona 25 de España.
Desarrollamos la labor que llevan a cabo uds en San Isidro, la labor en favor del tango, los mensuales Crucitangos, los sucesivos y anuales concursos, que propician para pasar a analizar la vigencia o no del piropo, en nuestros días, concluyendo que el avance de las mujeres en la sociedad – un amigo la “masculinización de las minas” – contribuyó a su decadencia.
Pasamos luego al trabajo en sí y les referí como había escrito el cuento, sus ficciones y sus anclajes a la realidad.
Bueno eso era todo lo que tenía para comentar
ABRAZO TANGUERO
TINO DIEZ

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