lunes, 15 de diciembre de 2008

Aqui, las ganadoras...!

Los asistentes al espectáculo recibieron gratuitamente a la salida un ejemplar del libro que contiene las cinco obras premiadas en cada uno de los rubros, confeccionado por esta entidad.


Estas son las obras ganadoras:



TIEMPO DE CONVENTILLOS

No viví en esos tiempos. Pero me hablaron de ellos
y supe de se historia por “Caras y Caretas”,
por periódicos viejos
y leyendo el sainete de Alberto Vaccarezza.
Eran tiempos sencillos, sin ruidos y sin prisas,
con barrios que dormían su siesta pueblerina,
de plazas con mateos y terrenos baldíos
tapialados con cielos de agrestes campanillas...
Entonces, Buenos Aires,
era el suelo anhelado por gallegos y tanos
los que en barco llegaban con valijas vacías
y en sus ojos con nieblas
traían remembranzas de lugares lejanos...
A orillas del Riachuelo,
eran como acuarelas aquellos conventillos
donde familias pobres compartían los baños,
las piezas, las cocinas...
Y en donde por las noches, en los patios de tierra
entre olor a malvones, madreselvas, glicinas,
bailaban los recuerdos al son de tarantelas.
Allí se refugiaban los malevos y guapos,
los obreros del puerto, la percanta y el taita,
el que bajo sus ropas escondía un cuchillo
para escribir con sangre la letra de unos tangos...


--------

Hoy son otros los tiempos. Aquellos conventillos
se hicieron rascacielos en manos del progreso,
algunos se salvaron, quedaron en silencio
sobre la orilla mustia de un enfermo Ricachuelo,
como si fueran barcos para siempre encallados,
sin timón y sin rumbos y vacíos de sueños...


Guillermo Santos Ledri – Gualeguaychú, Entre Ríos







Una habitación con historia

Cuando Venancio Liboreira llegó a Buenos Aires a fines de la década del cuarenta, se instaló con su primo Sebastián Pardo en una pequeña habitación de una casa de inquilinato, ubicada en el Barrio de La Boca. Sebastián hacía varios años que estaba en Argentina, trabajando en un restaurante de la Capital. Cuando uno de sus compañeros avisó que se volvía a España para cuidar a su madre que estaba muy enferma, aprovechó la oportunidad para pedirle al patrón que le diese el empleo a su primo, y ante su aceptación, de inmediato le mandó el pasaje para que viajara. Venancio tenía sólo veinte años, y toda la pinta de un gallego audaz y emprendedor. De inmediato se ganó la simpatía del patrón, de sus compañeros y del vecindario del conventillo. Como trabajaban muchas horas, no les importaba que la habitación fuese tan chiquita, pues sólo la utilizaban para dormir. Una mañana en que ambos tenían franco, la hija del encargado, una muchacha de unos treinta y cinco años, algo retrasada mental, los invitó a tomar unos mates a la sombra de un parral. Se llamaba Lucrecia. Caminaba con dificultad, y ocupaba su tiempo entero entre cebar mate, hacer mandados para su madre y alguna de las vecinas mayores, y barrer las hojas del enorme patio central. Cuando no tenía el mate en la mano, seguro estaba con la escoba. Hacía calor, y a los fondos, más atrás de los baños, Venancio notó un pequeño rectángulo verde, con varios árboles que hasta ese día no había visto, preguntó a su primo:
-Oye Sebastián, ¿por qué no nos sentamos debajo de aquellos árboles, donde la temperatura será más agradable?
-¡No! -exclamó Lucrecia- Allá no se puede ir…
-¿Y por qué? ¿Ese lugar es de otro propietario?
-Es del mismísimo don Jaime Linares, el dueño de toda esta casa. -dijo la muchacha- Pero allí no se va…
-Mira Venancio, -dijo Sebastián- hay una historia que no te he contado. Dicen que la última habitación que está frente a los baños, y ese jardín, están habitados por un fantasma.
Venancio soltó una terrible carcajada para después preguntar en medio del ahogo de la risa.
-¿Un fantasma? ¿Pero un fantasma, fantasma? ¿Uno de verdad?
-Uno de verdad. -asintió Sebastián con seriedad-
-¿Lo has visto tú?
-No. No lo he visto, pero nadie puede vivir en esa pieza. Cada vez que la rentan, algo grave le sucede al inquilino.
Lucrecia con los ojos agrandados por el temor confesó:
-Es verdad don Venancio, ¡yo le tengo mucho miedo! Mi padre me ha prohibido entrar allí, y aunque no lo hubiera hecho, ¡ni loca entraría! Don Jaime dice que es un desperdicio tenerla desocupada, pues se pierde una buena renta, mucho más en estos tiempos que hay tanta demanda de habitaciones, pero no hemos podido hacerlo, porque cada vez que se alquila, pasa algo terrible.
-¿Tú le temes maja? Entonces le has visto…
-¡Dios me libre! ¡Jamás lo vi! Pero él está allí.
-¿Y quién le ha visto para asegurar que está allí?
-Varias personas. Dicen que es un hombre enorme, que lleva una capa oscura, y tiene en el cuello la marca de una soga. Es el fantasma de un inquilino que se ahorcó en esa misma habitación hace más de cincuenta años… ¡Usted no sabe don Venancio cuantos han salido corriendo de esa pieza locos de terror!
-Mira niña, que yo no creo en fantasmas. Y como estamos demasiado apretados en la habitación en la que dormimos, tomaré ésa para mí. Dile a tu padre que me la haga limpiar, que mañana mismo me instalaré allí.
-¡Está loco! -gritó Lucrecia- ¡Dígale que no lo haga don Sebastián!
Sebastián trató de disuadirlo, pero Venancio se había empecinado. Era muy cabeza dura, y ningún fantasma, por ahorcado que fuese, le iba impedir mudarse a esa habitación. Decidido le dijo a Lucrecia:
-Dile a tu padre lo que te he dicho, y no se hable más del asunto.
-¡Es que nadie querrá entrar a limpiarla! Hace años que está cerrada. Debe haber telas de araña y bichos por todos lados. ¡Hasta murciélagos y ratas debe haber ahí adentro!
-¡Pues si nadie se atreve a limpiarla, el próximo día de franco que tenga, lo haré yo mismo!
A pesar de la negativa del encargado a alquilársela, Venancio insistió. Tranquilizó al padre de Lucrecia diciéndole que se hacía responsable de lo que le sucediera. Lo que no consiguió, tal como le había anticipado la chica, es que alguien de la casa se atreviese a limpiarla. Ofreció dinero a varias de las muchachas, pero ninguna aceptó entrar en la “pieza maldita” como todos la llamaban. Entonces le preguntó a sus compañeros si conocían a alguna mujer que se ocupase de realizar trabajos domésticos, y consiguió que la esposa de uno de ellos, aceptara ir. Cuando llegó Ramona, una mujer seria y robusta, Venancio pidió la llave, y juntos, balde y trapos en mano, se dirigieron hacia el final del pasillo. Al colocar la llave en la cerradura, el joven sintió un pequeño temblor en su mano, pero no hizo caso y abrió. Era pleno día, pero como la ventana estaba cerrada, giró la perilla y encendió la luz. Todo dentro de la habitación estaba en orden. La cama con el colchón doblado en dos, los muebles en su sitio. No había mucha tierra y tampoco se veían telas de araña. Venancio suspiró aliviado. Viendo que la tarea no era difícil, dejó a Ramona a cargo. Le pidió que sacase todo al patio, que lo limpiase y sacudiese todo a fondo, y que si algo era demasiado pesado para ella, lo llamase. Estaría en la pieza número doce. La mujer trajinó cuatro o cinco horas entrando y saliendo, lavando vidrios, ventana y puerta con agua y jabón. Sacó toda la tierra, lustró los muebles, baldeó el piso de madera y cuando estuvo seco, aplicó una capa de cera. Sacó brillo con un trapo de lana y colocó al lado de la entrada unos patines de paño. No molestó para nada a su empleador, ella sola volvió a entrar el colchón y los muebles a la habitación. Después de la ardua labor, se sacó el delantal, se acomodó el cabello y se dirigió a la habitación donde estaba Venancio, para decirle que todo estaba listo. El joven pagó gustoso lo que Ramona le pidió, la acompañó hasta la puerta de calle, y luego, feliz y contento, juntó sus cosas y las fue llevando a la habitación del fondo. En el primer viaje recién se dio cuenta que la puerta tenía el número trece. Antes, con la mugre que la cubría no lo había notado. ¡No importa, se dijo a sí mismo! Eso no quiere decir nada. Es un número como cualquier otro. Al terminar de acomodar todo, invitó a Lucrecia y a Sebastián a visitar su nueva morada, pero ninguno de los dos aceptó. Se rió de ellos. Eran unos timoratos. La pieza había quedado de primera… Buscó ropa limpia, se bañó y salió a caminar un rato por el barrio. Comió unas porciones de pizza con fainá en la pizzería de la esquina, bebió una cerveza, y volvió al conventillo a dormir. Era temprano aún y había muchas personas sentadas en el patio frente a sus habitaciones. Los chicos corrían por todos lados. Sebastián tomaba mate con el muchacho de la pieza once. Lo invitaron, pero no aceptó. El mate después de la cerveza le haría pedazos el hígado. Saludó a todos y se fue a dormir, sin darse cuenta que los vecinos estaban esperando que al entrar a la habitación le sucediera algo malo. Se desvistió, dobló su ropa y la colocó encima de una silla. Se puso el pijama y con una toalla al cuello, cruzó hacia el baño para higienizarse antes de acostarse. Luego se encerró en su pieza y apagó la luz. Después de un buen rato de esperar en vano, los vecinos, decepcionados, poco a poco se fueron a dormir. A eso de las tres de la madrugada, un grito desgarrador despertó a todo el conventillo. Las luces de toda la casa se encendieron, pero nadie asomó la nariz por alguna de las puertas. Esperaban, asustados y ansiosos, que la desgracia se cerniera sobre el desdichado Venancio…El silencio que precedió al grito, era todavía más tétrico para ellos. De pronto, algo o alguien, corrió por el patio hacia la calle, llevándose por delante la ropa colgada, las sillas, los juguetes de los chicos… Más gritos, golpes, ruidos. Las puertas comenzaron a abrirse y con gran asombro vieron a Venancio que con un palo de escoba tomado con ambas manos, descargaba golpes a diestra y siniestra sobre un hombre cubierto por una capa negra, caído en medio del patio. ¡El fantasma! -comenzaron a gritar todos aterrorizados- Los chicos lloraban, las viejas se persignaban, y ni el más valiente de los hombres se animó a ayudar al muchacho que seguía golpeando al enorme bulto, que yacía desparramado en el piso. Cuando dejó de resistirse y quedó inmóvil, todos comenzaron a acercarse con lentitud para ver quién era. Sebastián fue el primero que llegó al lado de su primo y vio que no se trataba precisamente de un fantasma. Venancio lo dio vuelta y le arrancó la capucha que le cubría casi todo el rostro. Un coro de voces embargadas por el asombro se escuchó en medio de la noche:
-¡Don Jaime! ¡Es don Jaime!
-¿Quién es? -preguntó Venancio- ¿Lo conocen?
-¡El dueño del inquilinato! -contestó el coro de vecinos-
-¡Así que él era el fantasma! Pero… ¿por qué hacía eso?
Unos golpes en la puerta de entrada, interrumpieron su pregunta. Era el vigilante de la esquina, que habiendo escuchado el griterío, venía a averiguar qué estaba pasando. Alguien lo hizo entrar justo cuando don Jaime recuperaba el sentido.
-¿Quién le hizo esto, por Dios? -preguntó el agente- Don Jaime, ¿se encuentra bien? ¿Qué fue lo que pasó aquí? ¡Qué alguien me lo explique ya mismo!
-Mire señor policía… -comenzó a decir Venancio-
El agente, viendo que aún tenía en su mano el palo ensangrentado, exclamó:
-¡Fue usted! ¡Tendrá que acompañarme a la seccional! -y ordenó- ¡Que alguien se ocupe de ayudar a don Jaime!
Pero nadie se movió del sitio donde estaba.
-¿Qué pasa? ¿No me escuchan? ¡Ayuden a don Jaime!
Venancio dijo con la voz embargada por la rabia:
-¡Menudo sinvergüenza este tío! ¡Don Jaime es el fantasma!
-¡Usted está loco de remate! Don Jaime es el dueño de esta casa, y de muchas otras del barrio. Es más, vive aquí a la vuelta con su familia. Es un hombre honrado...
-¿Ah sí? -dijo Venancio- Y si es un hombre honrado ¿qué hacía hace un rato dentro de mi pieza, tratando de matarme?
-¿Qué está diciendo hombre? ¿Cómo que estaba dentro de su pieza? Ya mismo me acompañan los dos a la comisaría y allí aclararemos todo este lío…
Y de verdad, todo se aclaró. Don Jaime tenía reservada esa pieza para almacenar drogas, que varios de sus empleados vendían en los cabarets y burdeles de la noche porteña. Como su casa daba al jardín del fondo del conventillo, separada por una pequeña pared, él cada noche, cuando todos dormían, entraba con sigilo para sacar o guardar allí, la mercadería que era, en realidad, con lo que había logrado su inmensa fortuna. Cuando Jacinto, el encargado del inquilinato, le avisó que Venancio estaba interesado en la pieza, no pudo negarse a alquilarla, máxime habiéndose quejado porque estaba siempre vacía. Entonces se apresuró a sacar de allí toda evidencia que pudiera comprometerlo. Ya se encargaría de hacer que el galleguito dejase la pieza de inmediato, como había hecho con los anteriores inquilinos. Un buen susto, la primera noche que durmiera allí, bastaría para escarmentarlo. Pero… las cosas le salieron mal, y terminó preso. Y Venancio, desde entonces, se convirtió en un héroe para todos los vecinos del conventillo. Y vaya si le sacó provecho a la situación, conquistando a cuanta muchachita se le acercaba, pero esa… ¡es otra historia!








Margarita Mangione – Berazategui, Buenos Aires

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